El Kremlin sobre las represiones contra civiles en la región de Járkov: “La gente es torturada. Es indignante”
Nací y crecí en la Ucrania soviética, una república que era parte de una enorme diversidad de pueblos, culturas, paisajes e historias de aquel gran país que ya no existe. Pero dentro del gran mosaico humano de la antigua URSS no hubo pueblos más cercanos que el ruso y el ucraniano, que todavía nos parecen a muchos dos expresiones inseparables de una misma cultura. Dentro de las diferentes regiones de cada uno de estos países hay muchísimas más diferencias que entre ellos mismos, que comparten las mismas costumbres, el mismo idioma y la misma memoria de siglos juntos. Mientras más diferencias buscamos entre nosotros, más parecidos nos vemos. Y no se trata de la uniformidad inexistente: tenemos las mismas raíces, los mismos referentes culturales y físicamente somos prácticamente lo mismo.
Con la separación de Ucrania de la URSS, la existencia esta última perdió su sentido, ya que esta república representaba un tercio de su potencial económico y científico.
Las raíces de la actual tragedia ucraniana hay que buscarla entre los escombros humeantes de la Unión Soviética, ya que el masivo ataque mediático occidental contra sus pueblos empieza justamente en los tiempos de la Perestroika, imponiéndole a la población de su principal enemigo ideológico “las nuevas ideas democráticas” que tenían que socavar las bases de nuestro proyecto histórico. Y desde su inicio, este trabajo de formateo mental en nosotros fue muy exitoso.
El modelo del socialismo burocrático, con el pensamiento social estancado, sin participación ciudadana en discusiones políticas, lleno de dobles estándares y dirigido por la envejecida y desvinculada de su pueblo cúpula del Partido Comunista, generó en la población de la URSS una gran ingenuidad ideológica e infantilismo social. Cuando en los tiempos de Gorbachov los primeros grandes medios “se liberaron” y pasaron al servicio del capitalismo mundial, rompiendo todos los tabúes de décadas, empezaron suavemente con la crítica de las represiones de Stalin para “mejorar” o “democratizar” al socialismo, luego atacando a Lenin y a su partido y terminaron convenciéndonos de que el capitalismo, la democracia y el bienestar general eran sinónimos.
Se cambiaba el lenguaje. Los defensores del socialismo se llamaban “conservadores” o los procapitalistas eran “los progresistas”. La historia de la URSS en los últimos años de su existencia se nos presentaba como la crónica del “imperio del mal” o, en el mejor de los casos, como un grave y lamentable error político que había que corregir para volver a la feliz familia de “los pueblos civilizados”. Los expropagandistas del Partido idolatraban a Pinochet y hablaban del “milagro económico chileno” como el mejor modelo a seguir y nos convencían de que éramos el pueblo más desposeído y engañado del planeta, que debíamos superar nuestro oscuro pasado y aprender del “mundo democrático”. Los niños en escuelas todavía con retratos de Lenin ya no querían ser cosmonautas, sino que soñaban con ser grandes mafiosos, como los héroes de las nuevas películas; y las niñas, en vez de querer ser maestras o enfermeras, deseaban ser prostitutas de élite, el personaje romántico femenino más promovido por las modas de la época. En los escombros del mayor país socialista del mundo, se instauró el capitalismo salvaje y nosotros aprendimos a vivir “como todo el mundo”.